sábado, 24 de octubre de 2009

Zashtsheeshtshayoushtsheekhsya

Resulta curioso observar cómo, con el paso de los años y los siglos, algunas cosas parecen ofrecer una gran resistencia al cambio. Así, la primera impresión del extranjero que llega a Rusia es probablemente la misma que la experimentada por los viajeros de hace siglo y medio. La misma perplejidad por un idioma por completo desconocido y los caracteres cirílicos; el mismo paisaje, que se espera distinto y sorprendente y, sin embargo, resulta monótono y aburrido; la misma impresión de las iglesias rusas...
Todos estos elementos los podemos encontrar en la descripción que hace de sus primeras horas en Rusia Charles Lutwidge Dodgson, más conocido por el seudónimo por él usado para publicar su famoso libro sobre Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll, que visitó el país en 1867.
"El otro caballero era inglés; había vivido en Petersburgo quince años (...). Fue muy amable al responder a nuestras preguntas y nos dio numerosas explicaciones e indicaciones para ver Petersburgo, pronunciar el idioma, etc., pero nos describió unas perspectivas más bien funestas respecto a lo que nos aguardaba, pues, según dijo, muy pocas personas hablaban allí ningún otro idioma más que el ruso. Como ejemplo de las palabras extraordinariamente largas que contiene ese idioma, deletreó para mí la siguiente: защищающихся que escrita en letras inglesas es zashtsheeshtshayoushtsheekhsya. Esta alarmante palabra es el genitivo plural de un participio que significa "de personas que se defienden a sí mismas". (...)
Todo el país, desde la frontera rusa hasta Petersburgo, era absolutamente llano y falto de interés, salvo la ocasional aparición de algún campesino (...) y, de vez en cuando, una iglesia de cúpula circular y cuatro pequeñas cúpulas a su alrededor; los tejados pintados de verde y todo el conjunto semejando (como dijo nuestro amigo) unas vinajeras."
Estas y otras interesantes observaciones se pueden encontrar en el Diario de viaje escrito por Lewis Carroll y que ha publicado este año la casa editorial Nocturna. Sin desperdicio, por ejemplo, la escena del regateo para coger un taxi, que no parece haber cambiado tampoco en 150 años y que con cariño seguramente recuerda todo aquel que ha pisado tierra rusa...

martes, 13 de octubre de 2009

Anatoli Bukreev en el Everest

En el año 1996 cada vez eran más las personas que pese a no haberse asomado nunca antes a una gran cumbre lograban ascender la montaña más alta del planeta. Aunque la situación era en cierto modo paradójica no encerraba especial misterio. Todo lo necesario era contar con una buena condición física y los suficientes dólares como para comprar los servicios de un guía experto. No hace falta decir que fueron muchos los que vieron en esta combinación de dinero y ambición de aventura un buen negocio. Y no tardaron en aparecer empresas que, a cambio de una retribución nada desdeñable, ofrecían el asesoramiento y toda la infraestructura necesaria para convertir la ascensión al Everest en una plácida excursión campestre. Al menos eso es lo que parecía darse a entender en los anuncios publicitarios con los que se promocionaban. En ese ambiente a alguien le debió parecer buena idea inscribir a Jon Krakauer, un periodista que años atrás había sido un aceptable escalador, en una de esas expediciones comerciales al Himalaya, con el encargo de que a su regreso escribiera un artículo relatando su experiencia.

Y si el propósito de Krakauer era escribir un artículo desde luego tuvo suerte. Se encontró inmerso en una de las mayores tragedias en la historia de las ascensiones al Everest. Cinco personas murieron y otra quedó gravemente herida. De hecho, ante la magnitud del drama Jon Krakauer no tuvo suficiente con el artículo que inicialmente se le había encargado y al parecer se vio en la necesidad de escribir un libro, Mal de altura, que según explicaría más tarde estaba concebido como una especie de ejercicio terapéutico a través del cual pretendía aliviar su pesaroso ánimo tras los dramáticos acontecimientos en los que tan directamente se había visto involucrado. El oportunismo con el que se publicó el libro y su éxito de ventas invitarían a pensar que también se trataba de sanear la economía de su autor, porque el libro no pudo aparecer en mejor momento si el objetivo era despachar ejemplares y hacer caja.

En Mal de altura aparecen un variopinto número de personajes reales, a los que Krakauer, en su condición de narrador, discrecionalmente asigna un papel en la tragedia. En ese desigual reparto Anatoli Bukreev no tuvo excesiva suerte. Por momentos se le presenta como el principal responsable del rosario de desagracias que ese día se desencadenaron. Sin embargo, Bukreev no había organizado ninguna expedición ni desde luego había animado a nadie a participar en una empresa para la que probablemente no estaba capacitado. Pero es que además sin su intervención la relación de muertes hubiera sido mucho mayor.

Nacido en Rusia, Bukreev sufrió la falta de recursos económicos que deparó el colapso del sistema soviético, y el trabajo de guía era una forma de financiar su pasión por las montañas. A pesar de todo, y aunque en varias ocasiones tuvo que vender después de una expedición su precario equipo alpino para poder regresar a su país, en los años noventa, con una decena de ascensiones consecutivas a los más altas montañas del planeta, Bukreev estaba considerado uno de los mejores himalayistas del momento.

Su prestigio como montañero y sus portentosas condiciones físicas hicieron que fuera contratado para servir de guía en una expedición organizada por una agencia americana dedicada al turismo de aventura que no podía permitirse un fracaso ante sus clientes. Para asegurar el éxito de la empresa Bukreev hizo todo lo posible. Si Krakauer fue capaz de hacer cumbre en el Everest fue, en gran parte, gracias al trabajo de Bukreev, que se dedicó a equipar la ruta y a guiarle en el ascenso.

Sin embargo, Krakauer en su libro parece hacer descansar en Bukreev todo el peso de la tragedia. Entre otras cosas le reprocha el haber ascendido sin oxigeno suplementario y no haber esperado a los expedicionarios rezagados, cuando en verdad el oxigeno, que Krakauer consumía con la misma ansiedad que un drogadicto se inyecta heroína, era escaso, y el resto de los expedicionarios estaban escoltados por otros cuantos guías que también estaban encargados de su cuidado.

Bukreev permaneció en la cumbre del Everest una hora y luego emprendió el descenso, donde se encontró con el responsable de su expedición, Scott Fischer, quien aprobó su decisión de alcanzar el campamento de altura. En esos momentos ya se podían observar una masa inquietante de nubes que provenía de las montañas vecinas. Pocas horas después se había desencadenado una espantosa tormenta. En medio del temporal Bukreev salió en búsqueda de los montañeros perdidos. Nadie quiso acompañarle; pero tres de ellos nunca hubieran regresado sin su ayuda. Y al día siguiente, en un gesto de lealtad, volvió a por Scott Fischer, que para entonces yacía muerto a más de ocho mil metros de altitud.

Mientras Bukreev se jugaba su vida para salvar la de otros, Krakauer descansaba en su tienda. Por eso se hacen aún más incomprensibles sus invectivas. Desde luego, la personalidad del alpinista ruso y la del periodista americano no resultaban especialmente afines. A Bukreev le gustaba decir que para él las montañas no eran estadios donde satisfacer su ambición de éxitos deportivos, sino catedrales donde practicar su religión. Y seguramente la presencia de Krakauer ese día en la cima del Everest no era otra cosa que una profanación.

Mal de Altura. Jon Krakauer. Ed. Desnivel.
Everest 1996. Anatoli Bukreev y G. Weston De Walt. Ed. Desnivel
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