Recientemente se ha conocido la intención de las más altas magistraturas de la Federación Rusa de abandonar los automóviles de importación como coches oficiales, para volver a utilizar las limusinas de las fábricas rusas de toda la vida. La idea ha recibido toda clase de parabienes -a los que no tenemos ninguna clase de problema en unirnos- posibilitando el ejercicio, tan querido por los rusos (pero no exclusivo de ellos), de la fascinación por el poder.
Siguiendo este hilo, la agencia Ria Novosti ha publicado una curiosísima serie histórica de fotografías en las que pueden verse los coches oficiales (y no tan oficiales) de los líderes soviéticos y los de la Rusia contemporánea: desde los Rolls Royce de Lenin, hasta los todoterrenos de Vladimir Putin.
La serie contiene un pie de foto que, en tres líneas cuenta una historia fantástica: una anécdota increíble de los tiempos de la guerra fría. Aunque en este caso es como "la guerra fría al revés". La historia de cómo el Secretario General del Partido Comunista más importante del mundo usó a su servicio diplomático para conseguir un Cadillac Eldorado, del que se había encaprichado. Y de cómo su homólogo americano consiguió que se montara un modelo exclusivo para Brezhnev en tres días y, al cuarto día, se enviara a Moscú para que estuviera listo para su visita. ¡Sorprendentes tratos entre tan feroces enemigos...!
La historia es también un ejemplo de cómo la permanencia excesiva en el poder provoca una pérdida alarmante de contacto con la realidad y de las virtudes, pues, de limitar la estancia en esos altos cargos, sean estos de líderes de partidos únicos o de las más asentadas democracias.
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